MADRID.- Los periodistas ni siquiera
podíamos acogernos a la excusa de la necesidad: todo había empezado
cuando la prensa vivía en la abundancia y los regalos de empresa
colapsaban cada Navidad los servicios de mensajería de las
redacciones.
Jamones, cajas de vino, puros Montecristo, tarjetas regalo de El Corte Inglés
y cestas con caviar incluido se acumulaban junto a las mesas de los
redactores jefe y en los despachos del 'staff'. Entre las anécdotas
legendarias del oficio, uno de los grandes veteranos contaba el día que
una conocida marca de electrodomésticos obsequió con un televisor a
cada uno de los asistentes a una rueda de prensa. Al final del reparto
sobraba uno, así que un compañero preguntó si podía llevárselo también.
Y se marchó con dos televisores.
Las
comidas gratis en los mejores restaurantes, los coches prestados
indefinidamente y los créditos a intereses inimaginables para el resto
de los mortales estaban a la orden del día. Un exconsejero del Banco Popular
me contó que la política de la empresa era «tener contentos a los
periodistas de Economía» con hipotecas por debajo del mercado, para
asegurarse una cobertura amable. El banco terminó yéndose a pique tras
haber mantenido durante décadas la imagen de ser el mejor gestionado del
país.
Era un sistema en el que los jefes se llevaban la mejor parte del botín, pero donde siempre había algo para la infantería.
—¡Viaje por la jeta a Tanzania! —gritaba alguien en mitad de la redacción—. ¿Quién lo quiere?
—¡Comida en el Ritz!
—¡Rueda de prensa de una marca de relojes: igual cae uno!
Llegó
un momento en que el diario tuvo que recordar a los redactores que
aquellos viajes contaban como vacaciones y no como coberturas, por mucho
que al volver se escribiera una crónica al dictado de la oficina de
turismo.
Aunque
la crisis había terminado con la barra libre, la fiesta continuaba para
la aristocracia del oficio. Los periodistas estábamos tan convencidos
de nuestra excepcionalidad, de formar parte de una casta privilegiada
que merecía un trato preferencial, que una de las reporteras más
célebres del país, que en su día había trabajado en 'El Mundo', llamó en una ocasión a la Comunidad de Madrid
para pedir que enviaran a los bomberos a su casa porque se había dejado
las llaves dentro. Cuando le sugirieron que avisara al cerrajero, se
sorprendió como solo podía hacerlo alguien que perteneciera a un gremio
que había perdido todo contacto con la realidad:
—Eso me costaría una pasta.
Todo
aquel mundo de ventajas había empezado antes de mi marcha como
corresponsal a Asia, pero durante mi ausencia se había desmadrado. Los
sobresueldos para informadores estaban ahora a la orden del día, pagados
por agencias de comunicación, clubes de fútbol, partidos políticos y
grandes empresas como Telefónica, que durante la presidencia de César Alierta
llegó a tener subvencionados a 80 de los más conocidos informadores del
país. (…) Comprarse un periodista no era posible en España, pero como
dice el dicho afgano sobre la corrupción: del alquiler se podía hablar.
(…)
En
mitad de la precariedad, y con miles de despidos en las redacciones,
una tertulia podía bastar para ganarse a un periodista. Moncloa forzaba
el despido de periodistas incómodos, utilizaba la publicidad
institucional para castigar a los desobedientes y controlaba las
tertulias políticas en radios y televisión, que se habían convertido en
el principal centro de debate del país y tenían grandes audiencias.
El control del Gobierno de Mariano Rajoy había llegado a tal punto que sus dos principales facciones, lideradas por la vicepresidenta Santamaría y la secretaria del partido, María Dolores Cospedal,
batallaban por colocar en las tertulias al mayor número de afines para
atacarse mutuamente, prueba de que en política el fuego más letal es
siempre amigo.
Era
una guerra donde se humillaba al tertuliano enviándole mensajes con las
consignas a repetir, se exigían lealtades ciegas y se destruían o
promocionaban carreras a capricho, incluidas las de algunos de Los
Inspirados, la nueva generación de columnistas que se abría paso
imitando a sus mayores.
Una
de las encargadas de mantener el reparto mediático entre las familias
del poder era la secretaria de Estado de comunicación Martínez Castro,
conocida como el bulldog de Moncloa por
las broncas que echaba a directores de medios y periodistas. Sus
mensajes eran legendarios en el oficio y no tardé en recibir el primero
de ellos quejándose por una viñeta en la que nuestros humoristas
gráficos, Gallego & Rey, bromeaban sobre la vinculación del presidente Rajoy con la corrupción del partido.
—Que
sentido de actualidad —decía la secretaria de Estado de Comunicación en
un texto al que le faltaban tildes—, que alusión a algo noticioso, que
golpe de humor tiene esta viñeta? Yo solo veo ganas de denigrar al
presidente, sin la menor justificación ni en su conducta ni en la
actualidad.
Cuando comenté el mensaje con el 'staff' me dijeron que les parecía suave. Lo normal era que Castro incluyera insultos,
pero no debía tener aún suficiente confianza conmigo y me trataba con
"cariño". Hacía 18 años que no ejercía el periodismo en mi país, pero
habían bastado unos días para entender que algo fundamental había
cambiado en mi ausencia. El poder había dejado de temer a la prensa y ahora era la prensa la que temía al poder. (…)
Algunos
capos del periodismo capeaban
la crisis aparcando las sutilezas para abrazar directamente lo que en
las redacciones se conocía como el periodismo de trabuco. El sistema
sostenía a nuevos diarios digitales que operaban haciendo a empresas e
instituciones públicas ofertas que no podían rechazar: o ingresaban una
determinada cantidad de dinero en publicidad o serían golpeados con
informaciones comprometedoras, a menudo inventadas.
La
primera vez que supe de la existencia del periodismo de trabuco
fue a través de dos directivos de un gran banco, que se me quejaron
amargamente de tener que pagar mordidas publicitarias. Cuando sugerí que
denunciaran la situación, o incluso que me aportaran las pruebas para
que lo publicáramos en 'El Mundo', me miraron sorprendidos:
—Todo el mundo paga —dijo uno de ellos.
—¿Todo el mundo?
—Piensa que para una gran empresa no es dinero,
unos pocos miles de euros. Pero las consecuencias de no hacerlo pueden
ser graves si propagan un rumor que dañe la imagen de la empresa o de su
presidente. (…).
Los
Acuerdos, como se conocían los pactos negociados por la prensa
tradicional con las grandes empresas al margen de las cifras de
audiencia o el impacto publicitario, nos habían salvado de la ruina
durante la Gran Recesión.
Era un sistema de favores por el que, a cambio de recibir más dinero
del que les correspondía, los diarios ofrecían coberturas amables,
lavados de imagen de presidentes de grandes empresas y olvidos a la hora
de recoger noticias negativas.
El
grado de sumisión dependía, en el caso de la
prensa escrita, de la beligerancia de la empresa y de la capacidad de
resistencia del director de turno. Ahora que me encontraba en el otro
lado de la barrera, me preguntaba si mantendría mi decoro periodístico
con la misma determinación que cuando era un simple reportero sin
responsabilidad en la marcha del periódico. El diario vivía la situación
financiera más delicada de su historia y no podía permitirse perder las
campañas de sus principales anunciantes.
Al principio opté por mantener una distancia con
los grandes capos del dinero que me ahorrara dilemas morales. No se
trataba de eludir el contacto, sino de evitar que esas relaciones
tuvieran una cercanía que comprometiera nuestra cobertura del Ibex.
La línea no era nítida, pero parecía evidente que ir a las bodas de las
hijas de sus directivos, tomar el sol en la cubierta de sus yates o dejar que te pagaran viajes de lujo suponía cruzarla.
Con
el tiempo acepté encuentros con varios presidentes de grandes
multinacionales,
tras asumir que no podía escapar del papel institucional que se
esperaba de mí. No tardé en darme cuenta de que no servía. Una de mis
primeras citas con el poder económico fue un desayuno con el presidente
de una multinacional energética, que hizo una encendida defensa de la
independencia del periodismo, asegurando que 'El Mundo' era un periódico necesario que políticos y empresarios querían acallar. Pero no él, según me dijo.
—Vaya —pensé—. He aquí un tipo con el que quizá podría llevarme bien.
La
reunión tocaba a su fin y mi anfitrión concretó sus halagos en mí,
asegurando que mi proyecto era importante y que quería ayudarme.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Me
quedé en silencio, sin saber si debía pedir que redujera la factura de
la luz de San Luis, un millón de euros adicionales en publicidad o
información confidencial sobre los expolíticos —incluidos los
expresidentes Felipe González y José María Aznar— que habían cobrado de los consejos de administración de empresas energéticas sobre las que habían legislado.
—Hmmm… Nada, gracias —dije tras un largo silencio.
Mi anfitrión insistió:
—Sé que lo estáis pasando mal y creo que debemos apoyar a un director joven
y moderno como tú, sobre todo ahora que arranca tu proyecto. ¿Seguro
que no hay nada que pueda hacer por ti? ¿Algo fuera de Los Acuerdos?
Volví
a declinar la oferta y durante el viaje de regreso me pregunté si no
había hecho el gilipollas. Podía haber sacado algo y, si más adelante me
pedía un favor, recordar su encendida defensa del periodismo independiente.
Empecé
a padecer el incordio de las llamadas de la élite económica del país,
porque una vez te conocían podías estar seguro de que llamarían. Sus
peticiones me parecieron bastante inocentes al principio. Borja Prado,
el presidente de Endesa, de quien me habían advertido que era clave en
mi supervivencia porque era «el hombre de los italianos en España»,
llamaba para pedir ser incluido en 'Vox Populi', la sección de las
páginas de Opinión en la que sacábamos una foto tamaño carnet de
personajes del día, con una flecha para arriba o abajo y un comentario elogioso o crítico sobre algo que hubieran hecho.
Me
costaba entender que alguien que ganaba una fortuna y dirigía una
multinacional con miles de empleados le diera importancia a aquel
pedacito de periódico, pero ni era mi trabajo resolver los misterios
insondables del ego humano ni me causaba mayores problemas satisfacerlo:
dos centímetros del diario difícilmente me comprometían a nada.
Pablo Isla, presidente del imperio Inditex y Zara,
pidió en una ocasión si podíamos llevar más discretamente una noticia
sobre su hijo Santi, que tenía una banda de rock y el humor de haber
llamado a su anterior grupo Sin Blanca. «Por preservar la intimidad de
la familia».
Me pareció bien, porque la información había estado toda la
mañana en la portada de la web y no era relevante.
Otros presidentes se limitaban a enviar un mensaje los días que tenían
Junta de Accionistas, pidiendo que por favor recogiéremos la noticia de
sus resultados. Sabía que tarde o temprano tendría que lidiar con
peticiones más comprometedoras y batallas más importantes.
La mayor de ellas no tardó en llegar.
El más poderoso entre los presidentes del Ibex era César Alierta. Había construido un formidable entramado de poder e influencia
utilizando Telefónica, una de las grandes empresas del país,
como su
cortijo personal. Se podía caminar por los pasillos de las plantas
nobles de su sede y ver en las puertas de los despachos los carteles con
los nombres de sus colocados: exministros tanto del PP como del PSOE
(Trinidad Jiménez o Eduardo Zaplana), familiares de dirigentes
políticos (Iván Rosa Vallejo, marido de la vicepresidenta Sáenz de
Santamaría), cercanos a la realeza como el ex jefe de la Casa Real Fernando Almansa e incluso la realeza directamente. El cuñado del Rey, Iñaki Urdangarin, fue enviado por Alierta a Washington con un generoso sueldo en cuanto empezó a tener problemas con la justicia.
Tener
una larga lista de empleados vip no solo engrasaba los contactos del
presidente de la corporación con el poder,
sino que enviaba a futuros candidatos la señal de que también a ellos
podía esperarles un despacho con sueldo de seis cifras — siete, incluso—
si se portaban bien. Alierta había organizado, además, una asociación
de grandes empresarios que, bajo el inofensivo nombre de Consejo
Empresarial de la Competitividad, había sido concebida en 2011 como un
poder fáctico en la sombra.
Entre sus impulsores estaban, aparte del presidente de Telefónica, el entonces presidente del Banco Santander, Emilio Botín; el hombre fuerte de La Caixa, Isidro Fainé; el presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, o el del BBVA, Francisco González.
El Ibex era un enemigo que no querías tener. Yo estaba a punto de sumarlo a una lista que empezaba a ser demasiado larga...
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