No es habitual que un periodista reconozca sus errores. Y mucho menos
que describa y ponga sobre la mesa las miserias de una profesión que,
es la mejor del mundo —Gabo
dixit—, pero que a su vez puede ser de las
más ingratas. No hace falta dirigir un gran periódico para darse cuenta
de eso.
Basta con unos pocos días en la redacción de cualquier medio de
comunicación, después de salir de la carrera, para que se caiga la venda
de la idealización que rodea al periodismo que se estudia. Pero David
Jiménez se resistió a tirar la venda —o la toalla— y quiso portar la
bandera del periodismo independiente y valiente del que se habla en las
facultades durante su breve etapa como director de El Mundo. Seguramente por eso fue tan breve.
O al menos eso cuenta en El director (Libros del KO, 2019), donde promete desvelar los “secretos e intrigas”
del periodismo y que sorprenderá a quien no haya trabajado nunca como
tal, pero muy poco a los que sí. Evidentemente no es esa su intención,
sino la de denunciar la relación entre lo que llama el triunvirato del
poder, las fuerzas políticas, económicas y mediáticas, que se cubren
unas a otras para preservar un sistema que les favorece.
Una vez fuera
del circo mediático español se atreve a desvelar las presiones que
recibió —de dentro y fuera del periódico—, cómo vivió el ERE que El Mundo
ejecutó en su plantilla en 2016 —y en otras publicaciones del grupo— y
hasta desvela una fuente “histórica” del periódico: el comisario
Villarejo —¡sorpresa!—.
La lectura del libro de Jiménez engancha desde la primera página, al
menos a quien tiene relación con el periodismo, y quizás se pierde en la
descripción de detalles morbosos de la redacción con “chismorreos”
—como lo han descrito algunos de sus excompañeros—, eso sí, sin dar
nombres, y utilizando seudónimos, pero basta con investigar un poco para
adivinar a quiénes se refieren. La Digna, El Dos, Starsky y Hutch, El Reportero, El Callado, El Viti, El Artista, Malaúva o Rasputín son algunos de los personajes involuntarios de El director, donde se reconocen muchos de los males del periodismo actual en una redacción que es la de El Mundo, pero que podría ser cualquier otra de este país, y la experiencia no distaría mucho de la narrada por Jiménez.
“A los periodistas nos gustaba contar una buena historia, pero no la nuestra”,
dice, pero él lo ha hecho, aún a riesgo de ser declarado enemigo
público número 1 de muchos a los que no les vienen nada bien las
revelaciones que hace.
Por eso es necesario El director, porque
aunque abunde en la narración de cotilleos, pone al periodismo frente
al espejo en un momento crucial para el oficio, cuando ha perdido gran
parte de su credibilidad por el camino, mientras se han enriquecido
gerifaltes en épocas de bonanza, recibiendo favores como entradas para
un concierto privado de Sting, pero también la “tropa de a pie”, que se
llevaba televisores por asistir a ruedas de prensa. Se han dado casos.
Pero esos tiempos hace mucho que pasaron. La caída de las ventas —en el caso de los periódicos en papel, como El Mundo,
en mínimos históricos— y la imposibilidad de encontrar ingresos que no
vengan de las grandes empresas del IBEX o de la publicidad institucional
que concede a discreción el Gobierno de turno, hace más frágiles a los
periódicos frente a las presiones: un acuerdo que no se firma puede
significar un mes con dificultad para poder pagar las nóminas de los
empleados.
Moverse en esa fina línea entre independencia y sostenibilidad ha sido un calvario para David Jiménez,
nada acostumbrado a lidiar con estas situaciones, después de estar casi
dos décadas como corresponsal en Asia.
Pero dirigir un equipo humano de
300 personas y querer hacer periodismo independiente en un diario con
una situación económica delicada, es otra cosa. Y más con un superior, El Cardenal,
que poco o nada entiende de periodismo —ni lo pretende— y que solo
quiere preservar el puesto a costa de agradar a las élites políticas,
económicas y monárquicas de las que es amigo.
“La redacción de un periódico puede ser el Serengeti en temporada de
escasez de alimentos. En otros oficios existe rivalidad: en este oficio
es depredación y supervivencia”, escribe Jiménez, que hace un retrato
acertado de esa España que no acepta —porque no le conviene— que los
tiempos cambian y que sigue estancada en el pasado.
En la misma
redacción encuentra muchos ejemplos, como el jefecillo que le espetó en
una ocasión “qué ganas tengo de que pase la puta moda de internet”,
mostrando una ceguera impropia de quien ostenta cierto poder en uno de
los periódicos más influyentes del país.
O al menos lo era antes de que
se quedara atrás cuando la revolución digital le pasó por el lado sin
que hiciera nada por seguirle el ritmo, fiándolo todo al papel. Como
tantos otros periódicos.
El propio Jiménez, después de muchos años sin pisar una redacción,
reconoce su incapacidad para dirigir el periódico —cuenta que cuando lo
despidieron es cuando estaba más preparado— al hablar de él mismo como
un “impostor” o como “el reportero que se hacía pasar por el director”.
En su mochila se llevó 366 portadas y el dudoso honor de dirigir el
diario el primer día que no salió a la calle en sus primeros 27 años de
historia, por la huelga de una plantilla que veía sobrevolar sobre sus
cabezas el enésimo ERE, éste especialmente agresivo.
La corresponsalía es, para Jiménez, “el mejor refugio de un
periodista” frente al “cementerio de reporteros que podía ser una
redacción”. La de El Mundo se está convirtiendo los últimos
años también en un cementerio de directores —cayeron cuatro en apenas
cuatro años—.
El primero y más longevo, Pedro J. Ramírez,
es descrito como un director con “doble personalidad”, que “mezclaba el
coraje de Ben Bradley en su empeño de seguir con el Watergate hasta el
final y la flaqueza ética de Walter Burns, el director de Primera Plana
dispuesto a todo por la noticia”.
La cobertura del 11-M es el mejor
ejemplo: “Jota creyó la versión del Gobierno, y cuando la realidad nos
mostró que no era así, en lugar de rectificar nos embarcamos en una
huida hacia delante que nos llevó a publicar durante años supuestas
investigaciones para reafirmar nuestra teoría de una gran conspiración”,
relata Jiménez. Para que haya quién se pregunte por qué la credibilidad
del periodismo español está bajo mínimos. Cada uno que reflexione sobre
su parte de responsabilidad.
La
naturalidad con la que un político presiona a un medio de
comunicación entristece a una democracia que tiene 40 años, pero que aún
no parece madura. Como la vez que el exministro Jorge Fernández Díaz le
espetó que “no son tiempos para la neutralidad” cuando, en vísperas de
elecciones, El Mundo
disponía de información que podía dañar al Gobierno de Rajoy.
El
fontanero jefe de las Cloacas del Estado, como lo define Jiménez,
dirigió desde Interior una operación para derrotar a rivales políticos.
Hasta se reunió con Rodrigo Rato, cuando ya estaba imputado por el caso Bankia, en su despacho del ministerio, y se mosqueó con El Mundo
por desvelarlo… ¡y por hacerlo comparecer en sede parlamentaria durante
sus vacaciones! ¿A quién se le ocurre hacer periodismo en verano?
Fernández Díaz le devolvió el golpe prometiéndole una exclusiva que
finalmente filtró a ABC, queriendo dar así una lección al novato
director y mostrando la forma de actuar del poder, que perpetra
venganzas y puñaladas día sí y día también.
Tampoco sentó nada bien a César Alierta, presidente de Telefónica, que El Mundo destapara que era socio, junto a Rodrigo Rato, en el hotel de Berlín que el exministro utilizó para blanquear dinero.
Antonio Fernández Galiano —he aquí El Cardenal—,
presidente de Unidad Editorial, hasta mandó parar la rotativa para
intentar evitar que la noticia saliera en portada… El dinero, una vez
más, por delante de todo. La noticia salió y la etapa de Jiménez como
director inició su cuenta atrás hacia el final esperado.
A su homólogo
en Marca, Óscar Campillo, le pasó lo mismo por petición de Florentino Pérez,
que cortó las relaciones comerciales con el periódico hasta que no
fuera reemplazado. Deseo concedido. De éste último caso saca una
conclusión: “La suerte de un director de periódico depende en España de
todo menos de lo bien o mal que haga su trabajo”.
“Mientras los herederos de la Transición convertían el país en una
inmensa agencia de colocación de afines y los partidos que debían
defender el Estado de Derecho se aprovechaban de él, los medios elegimos el bando equivocado”, critica el exdirector de El Mundo.
Hasta llega a contar que Bárcenas le relató cómo un importante locutor
de radio recibió “30 millones de pesetas en un maletín” poco antes de
las elecciones generales de 1996 o cómo desde el Gobierno quitaban y
ponían tertulianos afines en las televisiones, con cuidadas
instrucciones sobre los temas que podían tratar y cuales no.
El final del libro, donde Jiménez cuenta por qué demandó a El Mundo
y fue el primer director de periódico que se acogió a la cláusula de
conciencia de la Constitución deja la sensación de que todavía guarda
algo de rencor —por frases como “si hacer a un reportero director de
periódico fue un error, despedirle sin motivo lo fue aún más”—,
a unos directivos que no tardaron en pedir su cabeza y que no le
dejaron hacer el periodismo en el que cree.
Pero eso no le quita interés
y valor a un relato que debe servir para abrir un debate en el sector
sobre las cuestionables relaciones que mantiene con según qué poderes y
sus vicios adquiridos.
(*) Periodista
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