Felipe González, el veterano encantador de serpientes, permitió acercarse a un muchacho ataviado de explorador de selvas ajardinadas y con un gesto de mansedumbre felina fue convirtiendo una entrevista que se auguraba audaz y temeraria en un reportaje digno del National Geographic. Cómo una boa se va tragando, no sin delectación, a un mozo disfrazado de arrojado aventurero. Patético en la mediocridad de la secuencia, por más que uno contemplara perplejo cómo lo devoraba con la tranquilidad impasible con la que una constrictor va metiendo a su víctima, sin gran esfuerzo, en su cuerpo acanalado.
¿Y la familia? Bien, gracias. ¿Y los hijos? Ya crecidos. ¿Los abuelos? Un pozo de buenos recuerdos. ¿Una anécdota para la historia? Aquel día que le dije a Fidel que debía abrir paso a la democracia.
Al menos yo aprendí algo de lo que no era aún consciente. Felipe González se había convertido en intocable. Nada de jarrón chino, ni de gran senador ciceroniano, ni jubilado alto standing, si no un icono de un tiempo que no cabe recordar salvo para añoranza de lo tontos que fuimos y lo mucho que se divirtieron con nosotros. De ahí el respeto y el pudor de no irritar al que nos gobernó durante catorce años, catorce. O trece y medio, como no se cansa él de corregir con sonrisa benévola.
Por segunda vez me encontraba ante un fenómeno al que no había dado la importancia que había cobrado. La figura política trasmutó en icono y algunos simples no lo habíamos detectado. Ya no interesaban los catorce años de socialismo felipista, una variante hispana con raigambre y futuro, lo que importaba ahora se reducía a contemplar al mito, magnánimo, de hablar pausado, sin acento sevillano, con una sonrisa tan plástica que hasta los mofletes de antaño se le habían ido deslizado hasta formar una vulgar papada. Entronizado en el sillón, como si lo hubieran encajado a la manera de Rafaela Aparicio en aquel filme de Saura donde la abuela cumplía 100 años.
No fue la primera vez que me encontré con la evidencia por más que no le había dado la trascendencia que tenía. Al filo de 2018 la editorial que presidía Ramón Akal me animó a escribir un libro que me rondaba la cabeza, una vida de Felipe González concentrada en su trayectoria política. Yo tenía hasta el título: “El jugador de billar”. La primera decisión personal del nuevo presidente del gobierno fue instalar en La Moncloa una gran mesa de billar; un juego que en España había introducido nuestro primer Borbón, Felipe V, que seguía también en esto la tradición de su abuelo Luis XIV, rey Sol de Francia y emperador del billar en Versalles.
Felipe González se adiestró con bolas y personas durante los 14 años de su presidencia. Que yo sepa no volvió a ello y como no debe figurar en la Wikipedia nadie le pregunta nunca por aquella querencia suya tan ligada al arte de las carambolas. Doy en imaginar que en su nueva vida el billar ha sido desterrado como una vulgaridad de advenedizo.
Luego corrieron muy sucias aguas bajo los puentes. Se desató el procés de independencia, me echaron de La Vanguardia de Barcelona, escribí Memoria personal de Cataluña (Akal. 2019), nos sobrevino la pandemia, llegaron otros achaques y el libro sobre “el jugador de billar” se fue demorando. A mediados del 21 la editorial Akal amenazó con la exigencia de 230 mil euros, cantidad fuera de mi existencia, y que introducía un nuevo elemento “el lucro cesante” del que no había oído hablar en mi vida. Lo redujeron luego por lo desproporcionado de la sanción.
El libro no les interesaba para nada, sólo querían la devolución del adelanto -equivalente a un mes en los restaurantes estrellados del viejo patrón- y sobre todo anular el contrato. Felipe González, el veterano jugador de billar, no tendría una biografía publicada por ellos, y menos escrita por mí.
La empresa editora Akal había cambiado de presidente, tenía al parecer nuevos consejeros, y quien figura en los papeles se hace llamar Ariadna, a la que no conozco ni en fotografía, y cuyo “hilo” doy en creer se dirige más al nuevo accionariado y las viejas deudas que a la mitología griega. Carecían del más mínimo interés por el libro, ni siquiera en leer las páginas ya escritas. “Felipe González, el jugador de billar” se convirtió en niño inclusero.
Borrar el contrato, ponérmelo difícil en los tribunales y pagar sus compromisos a la espera imagino de ese maná que anhela todo tenderete empresarial que se precie: unas migajas de los fondos Next Generation. No es censura, es business, esa forma nueva con la que se disfraza la incultura de la cancelación. Con el viejo editor tras la cortina, taciturno y consentidor, dejando el trabajo embarazoso a los herederos.
Marx ha muerto, la izquierda ha descubierto las gratificantes virtudes del Estado, pero Vito Corleone está vivo, “nada personal, son los negocios”. No creo que haya precedentes; los abogados no encontraron ejemplos en el victimario de los escritores de libros. El autor debe pagar al editor, por lento y renuente a entender que las cosas han cambiado, aunque él no tenga ninguna intención de hacerlo.
Y, además, que nos cubra los abogados y las costas que siempre trae desembarazarse de alguien esquivo a aceptar lo inevitable. La biografía de Felipe González, durante meses, quizá años, sólo la leerán dos personas. El autor y el notario que tiene en depositó el manuscrito. No existe el libro más que como idea jurídica y sólo se puede hacer real si se paga esa mordida intelectual que se exige para sacarlo del orfanato. Insólito ¿no?
Nadie pondrá en duda que la cultura de la cancelación tiene una vigencia letal. Entretanto el Gran Protagonista aceptará cuando le pete otra entrevista majestuosa y los postulantes podrán cobrarse los servicios prestados. Quién me iba a decir a mí, que mi última hazaña editorial podría llegar a alcanzar la sublime vergüenza de escribir un involuntario libro póstumo. Luego dirán que es narcisismo, esa pandemia de nuestra época.
(*) Periodista y escritor
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