Las recientes
tensiones en la relación de los actuales gobernantes de Cataluña con
respecto del titular del Reino de España, Felipe VI, son una muestra más
de las ambivalentes o a veces hostiles vinculaciones entre la Casa de
Borbón y las instituciones y partidos nacionalistas, lo que nos invita a
echar la mirada a siglos atrás, al comienzo del XVIII.
En
el parecer del nuevo presidente de la Generalidad, Carles
Puigdemont, expresado hace dos o tres años, unos invasores tienen
ocupada Cataluña, y él y sus compatriotas se iban a encargar de
expulsarlos. Si el comienzo de la invasión fue la ocupación de
Barcelona por las fuerzas de Felipe V al final de la Guerra de Sucesión
(y la historia no sugiere otra cosa), Puigdemont ya ha empezado a
cumplir su promesa, negándose a prestar juramento de lealtad a
Felipe VI de Borbón, cuando asumió hace dos días el cargo de ‘president’
que le otorga la Constitución Española.
Pero…, ‘plus ça change, plus c’est la méme chose’. Todo el episodio de su selección como candidato, acordada hace pocos días entre las fuerzas sociales del nacionalismo conservador y el revolucionario, no es algo novedoso en la historia de Cataluña. Se dio también en 1714, en los días finales del dramático sitio de Barcelona por el ejército de Felipe V, que acabó tomándola al asalto poniendo fin a la Guerra de Sucesión. En las dos ocasiones, los que detentaban la hegemonía social dentro de Cataluña (Convergencia, Mas, etc. en el último episodio) se plegaron a la voluntad inflexible de los sectores populares (CUP). Algo parecido ocurrió también en la Cataluña republicana, durante la guerra civil.
En torno a esas incidencias del segundo decenio del XVIII, pongo la mirada en el historiador Salvador Sanpere i Miquel (finales del s. XIX), y sigo el resumen ‘crítico’ que de su obra hace el catedrático de Historia de la universidad de Lérida, Roberto Fernández, en su libro “Cataluña y el absolutismo borbónico”, que he venido reseñando en esta columna.
Sanpere se ocupa de la pugna entre los defensores de Barcelona en 1714, cuando todas las evidencias mostraban que la última resistencia al ejército de Felipe V era inútil y no causaría sino más destrucción. Sucedió entonces que los “brazos privilegiados” se rindieron “a las exigencias del Brazo popular”, y prolongaron la resistencia contra la opinión de los expertos militares, una vez que éstos comprobaron que no quedaban ya recursos ni llegaría auxilio exterior. Hubo “sobra de mentecatería” en resistir, dice Sanpere, y como prueba cuenta cómo los sitiados hicieron Generala a la Virgen de la Merced para que les ayudase a prolongar la resistencia hasta que los austriacos y sus aliados volvieran a hacer la guerra a Francia y España.
La crítica de la historiografía romántica a Sanpere fue unánime, dice Roberto Fernández. Es comprensible, piensa uno: tratar la épica con sarcasmo no es fácil de perdonar. Pero hay división de opiniones. En aquella trágica situación se impuso lo que el historiador del s. XX Ferrán Soldevila llamó “el ‘seny’ más auténtico”, que “había de aconsejar, paradójicamente, la temeridad, ya que sólo ella podía salvar las instituciones catalanas de una muerte segura”.
Los Borbones trajeron progreso
Pero…, ‘plus ça change, plus c’est la méme chose’. Todo el episodio de su selección como candidato, acordada hace pocos días entre las fuerzas sociales del nacionalismo conservador y el revolucionario, no es algo novedoso en la historia de Cataluña. Se dio también en 1714, en los días finales del dramático sitio de Barcelona por el ejército de Felipe V, que acabó tomándola al asalto poniendo fin a la Guerra de Sucesión. En las dos ocasiones, los que detentaban la hegemonía social dentro de Cataluña (Convergencia, Mas, etc. en el último episodio) se plegaron a la voluntad inflexible de los sectores populares (CUP). Algo parecido ocurrió también en la Cataluña republicana, durante la guerra civil.
En torno a esas incidencias del segundo decenio del XVIII, pongo la mirada en el historiador Salvador Sanpere i Miquel (finales del s. XIX), y sigo el resumen ‘crítico’ que de su obra hace el catedrático de Historia de la universidad de Lérida, Roberto Fernández, en su libro “Cataluña y el absolutismo borbónico”, que he venido reseñando en esta columna.
Sanpere se ocupa de la pugna entre los defensores de Barcelona en 1714, cuando todas las evidencias mostraban que la última resistencia al ejército de Felipe V era inútil y no causaría sino más destrucción. Sucedió entonces que los “brazos privilegiados” se rindieron “a las exigencias del Brazo popular”, y prolongaron la resistencia contra la opinión de los expertos militares, una vez que éstos comprobaron que no quedaban ya recursos ni llegaría auxilio exterior. Hubo “sobra de mentecatería” en resistir, dice Sanpere, y como prueba cuenta cómo los sitiados hicieron Generala a la Virgen de la Merced para que les ayudase a prolongar la resistencia hasta que los austriacos y sus aliados volvieran a hacer la guerra a Francia y España.
La crítica de la historiografía romántica a Sanpere fue unánime, dice Roberto Fernández. Es comprensible, piensa uno: tratar la épica con sarcasmo no es fácil de perdonar. Pero hay división de opiniones. En aquella trágica situación se impuso lo que el historiador del s. XX Ferrán Soldevila llamó “el ‘seny’ más auténtico”, que “había de aconsejar, paradójicamente, la temeridad, ya que sólo ella podía salvar las instituciones catalanas de una muerte segura”.
Los Borbones trajeron progreso
(al menos los tres primeros)
Aunque
el tema de la diferenciación-unidad entre Cataluña y España
domina la historiografía de la segunda mitad del XIX y la primera
del XX, que tuvieron un sentido general de ‘tensión más
convivencia’, la actual está dominada por los que no ven más que
‘extraneidad’ entre las dos entidades.
La mayoría de los autores de la Renaixença coinciden en dos tesis: que la llegada de los Borbones supuso un recorte de las libertades de Cataluña y que sus políticas trajeron un elevado grado de modernización y progreso. Así, Antoni Aulèstia: con Carlos III, dice, Cataluña “emprendió decididamente el camino hacia la vida moderna, dando impulso a todas sus actividades”. Frederic Rahola argumenta lo mismo respecto de la economía catalana. Los dos siguen la estela de Antoni de Capmany, de finales del XVIII.
Joaquim Rubio i Ors, aunque fue quien entregó a Alfonso XII el famoso “Memorial de Agravios”, atribuye grandes beneficios a la dinastía Borbón. Lo hecho por Felipe V logró “asombrar a Europa” con su fortaleza militar, su conquista de Sicilia y la toma de Orán, y por levantar las “abatidas industria y agricultura” de Cataluña, crear las Reales Academias, etc.
Enric Prat de la Riba, autor de “La nacionalidad catalana” (1906) y redactor de las Bases de Manresa para el autogobierno, aunque afirma que los enemigos seculares de Cataluña habían sido Castilla y Francia, califica la Junta de Comercio de Barcelona, creada por Fernando VI, de “institución memorable, primer portaestandarte de nuestro renacimiento”, pero no cede en su argumento de que la nacionalidad catalana había sido mediatizada por la castellana desde el tiempo de los Trastamara (s. XV). Muchos de los seguidores de Prat comparten una misma dicotomía analítica: España es un estado, Cataluña es una nación. Otros, sin embargo, admiten una doble nacionalidad y un doble patriotismo, muy en la línea de los ‘románticos’ Bofarull y Balaguer. Salvador Sanpere realiza esta síntesis desde una posición historiográfica más científica que lo que se estilaba en la época.
Sanpere postula “una España de las Españas”, es decir, una Cataluña y una Castilla, etc. ‘españolas’, y atribuye la pérdida de influencia de Cataluña en España “a una de las cualidades más características del pueblo catalán, su antipatía por las novedades políticas” (cursiva de Sanpere). En consecuencia, mantener la fidelidad a las viejas leyes “ha sido la causa de la ruina de nuestra nacionalidad”. Esas viejas leyes, cuando Felipe V las abolió, estaban ya ‘débiles’ y ‘enfermas’. Sanpere no es el favorito de los historiadores nacionalistas actuales.
Auge y crítica del nacionalismo
La mayoría de los autores de la Renaixença coinciden en dos tesis: que la llegada de los Borbones supuso un recorte de las libertades de Cataluña y que sus políticas trajeron un elevado grado de modernización y progreso. Así, Antoni Aulèstia: con Carlos III, dice, Cataluña “emprendió decididamente el camino hacia la vida moderna, dando impulso a todas sus actividades”. Frederic Rahola argumenta lo mismo respecto de la economía catalana. Los dos siguen la estela de Antoni de Capmany, de finales del XVIII.
Joaquim Rubio i Ors, aunque fue quien entregó a Alfonso XII el famoso “Memorial de Agravios”, atribuye grandes beneficios a la dinastía Borbón. Lo hecho por Felipe V logró “asombrar a Europa” con su fortaleza militar, su conquista de Sicilia y la toma de Orán, y por levantar las “abatidas industria y agricultura” de Cataluña, crear las Reales Academias, etc.
Enric Prat de la Riba, autor de “La nacionalidad catalana” (1906) y redactor de las Bases de Manresa para el autogobierno, aunque afirma que los enemigos seculares de Cataluña habían sido Castilla y Francia, califica la Junta de Comercio de Barcelona, creada por Fernando VI, de “institución memorable, primer portaestandarte de nuestro renacimiento”, pero no cede en su argumento de que la nacionalidad catalana había sido mediatizada por la castellana desde el tiempo de los Trastamara (s. XV). Muchos de los seguidores de Prat comparten una misma dicotomía analítica: España es un estado, Cataluña es una nación. Otros, sin embargo, admiten una doble nacionalidad y un doble patriotismo, muy en la línea de los ‘románticos’ Bofarull y Balaguer. Salvador Sanpere realiza esta síntesis desde una posición historiográfica más científica que lo que se estilaba en la época.
Sanpere postula “una España de las Españas”, es decir, una Cataluña y una Castilla, etc. ‘españolas’, y atribuye la pérdida de influencia de Cataluña en España “a una de las cualidades más características del pueblo catalán, su antipatía por las novedades políticas” (cursiva de Sanpere). En consecuencia, mantener la fidelidad a las viejas leyes “ha sido la causa de la ruina de nuestra nacionalidad”. Esas viejas leyes, cuando Felipe V las abolió, estaban ya ‘débiles’ y ‘enfermas’. Sanpere no es el favorito de los historiadores nacionalistas actuales.
Auge y crítica del nacionalismo
Después
de dos decenios de relativa inactividad historiográfica entre
el XIX y el XX, Fernández señala su reactivación en el tercer
decenio de esta última centuria, hasta la II República. Destaca en
este periodo Antoni Rovira y Virgili, para quien el Setecientos
culmina el proceso de “desnacionalización de Cataluña”. La guerra
civil española agudiza su desconfianza hacia lo castellano y
español, que vienen a ser lo mismo: “Felipe V y Franco buscaban las
mismas metas: desnacionalizar Cataluña”, según la síntesis que
Fernández hace del pensamiento de Rovira. Este creía que a finales
del s. XVIII, “Cataluña había olvidado la causa catalana”, y por
eso la misión de los historiadores futuros deberá ser la
‘renacionalización’ de Cataluña.
Es la misión que asume Ferrán
Soldevila, que también perteneció a las filas de los ‘derrotados’ en
la guerra civil, pero lo hace apoyándose en una ingente labor de
investigación que publica durante el franquismo. En su obra,
Soldevila busca “un equilibrio entre su visión catalanista con su
visión de Estado español”, en el decir de Fernández. Suya es una
“Historia de España” en ocho volúmenes, editada bajo el franquismo,
lo que parece corregir la visión de la vida académica de ese
periodo como un erial, según tratarían luego de hacer ver los
historiadores neo-nacionalistas. Soldevila celebra, como “uno
de los hechos más trascendentales de nuestra historia”, “la
articulación de la economía catalana con las de otros
territorios peninsulares”.
Con todo, como tengo escrito en
otro artículo anterior (“Hacen falta herramientas geopolíticas
para entender lo de Cataluña”, 28 de diciembre 2015), el
nacionalismo historiográfico catalán debió sobreponerse,
después de Soldevila, al impacto científico de dos autores, uno
catalán (Jaume Vicens Vives) y otro francés (Pierre Vilar), que se
aproximaron al estudio de la historia con nuevas técnicas y
aportaron criterios historiográficos que corregían seriamente
o rechazaban la visión nacionalista de la historia de Cataluña.
Queden las reseñas sobre los historiadores post-Vives y
post-Vilar para otro día.
(*) Periodista
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