(...) Que los gases de la vileza ya han invadido sin remedio el aire de la
vida pública española lo hemos sentido de golpe al escuchar por todas
partes
ese eslogan siniestro, “que te vote Txapote”,
que provoca una reacción no ya moral sino física, como esa arcada que
desata un olor a podrido.
Es el tipo de gracia que se hace en un grupo
de amigotes unidos por una recia carcajada española, cuando alguien
advierte de que no va a ser “políticamente correcto” y cuenta a
continuación un chiste de violaciones o de negros. La diferencia es que
en la nueva era el chiste y la risotada desbordan el grupito
confidencial y se hacen públicos sin pudor ni vergüenza, con chulería
desafiante, con un clamor de chusma beoda en el calor tórrido de una
plaza de toros.
Las redes sociales han universalizado la antigua
grosería de la barra de bar y el muro del retrete. La rima cruel, la
gracia, la consigna, ahora la repiten en público personas que ocupan
cargos públicos y que están seguras de poseer una educación exquisita, y
se ve estampada en los laterales de un autobús electoral de un partido
político ya agitado de antemano por una inminencia de victoria.
La gracia consiste en asociar al presidente del Gobierno y
candidato socialista a un asesino etarra. Y para acompañarla, aunque sin
decirla, con cazurrería y descaro, Alberto Núñez Feijóo invocó el
aniversario de alguien que merecería al menos el respeto sagrado que se
debe a los inocentes y a las víctimas. Un rasgo de la edad de la vileza
es la repetición metódica del abuso, la injuria y la mentira. Al
volverse habituales no pierden su veneno, pero cada vez provocan menos
escándalo.
Es posible que los primeros sedimentos de esta nueva época
fueran sembrados por este personaje público, siempre más o menos en la
sombra, Miguel Ángel Rodríguez, que según dicen asesoró a Feijóo antes
del debate, y que hace 15 años usó por primera vez en público, en
programas de televisión, a sabiendas de que lo hacía, la calumnia contra
una persona del todo honorable. Los residuos de vilezas pasadas los
olvida todo el mundo, salvo los que las sufrieron.
En 2008, en plena
campaña derechista para desacreditar la sanidad pública en Madrid, Miguel Ángel Rodríguez llamó reiteradamente nazi en varias tertulias de la televisión al doctor Luis Montes, antiguo
coordinador de Urgencias del hospital de Leganés, acusándolo de haber
abusado de las sedaciones de enfermos graves para acelerarles la muerte.
El embustero sabe que a partir de un cierto grado la mentira tiene un
efecto paralizador, como lo tiene siempre un acto de violencia súbita,
un grito, una bofetada.
Las mentiras de Miguel Ángel Rodríguez
trastornaron la vida y la carrera de un hombre íntegro, que ya había
sido objeto de una sostenida persecución política. Los tribunales
confirmaron la inocencia del doctor Montes, y condenaron por un delito
de injurias a Rodríguez. Ya no importaba nada. El daño estaba hecho.
Había enfermos que se negaban a ser atendidos por el médico injuriado. Y
el mentiroso y condenado por la justicia convirtió su indecencia en un
mérito para su currículum, que ha vuelto a situarlo en lo más alto de la
influencia política en España.
En el registro
sedimentario de la era de la vileza resaltarán dos fechas aún más
fundacionales, dos mentiras tan desvergonzadas como las de Miguel Ángel
Rodríguez, pero de mucha mayor resonancia: en 2003, la mentira sobre las supuestas armas de destrucción masiva almacenadas en Irak por Sadam Husein; en 2004, la mentira del Gobierno de José María Aznar sobre los atentados del 11 de marzo
en la estación de Atocha.
Colin Powell, que tuvo que defender ante las
Naciones Unidas una invasión basada en argumentos que él sabía
embusteros, se arrepintió siempre de haber sido cómplice de una guerra
que destruyó un país entero y provocó más de un millón de muertos.
No
sin hipocresía, Tony Blair expresó en 2016 “más dolor, remordimiento y disculpa
de lo que puede creerse”, aunque siguiera defendiendo la guerra.
Incluso George W. Bush habló del “mayor remordimiento de toda” su
presidencia, justificándolo, no sin cinismo, en los errores de las
agencias de espionaje. De aquel grupo de embusteros, el único que no ha
dado muestra alguna de remordimiento ni pedido disculpas ha sido José
María Aznar.
Sin duda, el aprendizaje de la mentira durante la guerra de
Irak le fue muy útil cuando él, su Gobierno y sus afines atribuyeron a
ETA los muertos del 11 de marzo, y siguieron alimentando los bulos y
sembrando dudas conspirativas sobre esa autoría durante mucho tiempo.
La
vileza nos intoxica a todos con solo respirarla. Pero a quien más
ofende es a quienes más sufrieron, a las víctimas de un terrorismo y del
otro, a los inocentes que perdieron sus vidas y a los que quedaron
dañados para siempre, los heridos, los supervivientes, las personas
cercanas para las que el paso del tiempo no trae consuelo ni olvido.
Para quienes recordamos los días trágicos de julio de hace veintiséis
años en los que tuvo lugar el secuestro, la condena, la ejecución de Miguel Ángel Blanco,
lo que ha quedado en la memoria es la pena y la ira ante el crimen y la
emoción civil de aquellas multitudes que inundaron las plazas de toda
España, mostrando con serena contundencia el asco hacia los asesinos y
la solidaridad hacia los que sufrían.
Hace falta mucha vileza para
convertir la memoria de aquel hombre tan joven en un sórdido navajazo
político, como hizo la otra noche Núñez Feijóo. Este verano de la nueva
era son sus fieles enfervorecidos los que repiten festivamente a coro,
esa rima infame que ensucia los oídos de cualquiera, pero sobre todo la
boca que la dice. Estoy seguro de que sus residuos van a seguir durando
mucho tiempo, infectándolo todo.
(*) Escritor y miembro de la Real Academia
https://elpais.com/opinion/2023-07-15/la-era-de-la-vileza.html