A finales de la década de los 70, Manolo Prado y Colón de Carvajal, intendente y guardián de todos los secretos de Juan Carlos de Borbón,
se dedicó a remitir una serie de misivas a diversos monarcas reinantes,
particularmente del mundo árabe, para pedirles dinero en nombre del Rey
de España.
Lo que Prado planteaba era una especie de derrama entre los
riquísimos reyes del petróleo, demanda a la que la monarquía saudí
respondió favorablemente con la concesión de un crédito por importe de
100 millones de dólares (unos 10.000 millones de pesetas de la época) a
pagar en 10 años y sin intereses, presente que haría exclamar a Juan de Borbón, conde de Barcelona, ante testigos: "A mí esto que vais a hacer no me gusta nada" (página 392 de El Negocio de la Libertad,
editorial Foca, 1998).
Estaba claro que la familia real saudí le estaba
haciendo al joven Rey de España un regalo no inferior al principal de
ese crédito, puesto que, con los tipos de interés de la época, bastaba
con depositar esos 100 millones en un banco para doblar esa cifra al
cabo de los años pactados.
Pero,
en lugar de administrar prudentemente esa suma que por sí sola hubiera
convertido a Juan Carlos en una persona muy rica, Prado, un desastre
como gestor, decidió invertirla en negocios ruinosos (tal que el
proyecto urbanístico Castillo de los Garciagos, en Jerez), de lo que
resultó que transcurrido el plazo estipulado la Casa del Rey se vio en
la tesitura de tener que devolver 100 millones de dólares que no tenía.
En contra de lo que Prado hubiera podido imaginar, los saudíes estaban
decididos a recuperar su dinero, tarea encomendada a un hermano del rey Fahd
con espléndida mansión en la Costa del Sol, quien en el verano del 90
se encargó de volar a Palma para almorzar con los reyes en Marivent,
intento que devino en fiasco porque Prado y el príncipe Chokotoua acudieron a esperarlo al aeropuerto militar de Palma cuando el invitado aterrizó con su jet en el civil, para reemprender el regreso a Marbella
al no encontrar recibimiento.
El enfado del monarca al enterarse de lo
ocurrido se resolvió días después con una buena noticia: el rey Fahd
concedía cinco años más de plazo para devolver el dinero. Parece que el
quinquenio transcurrió sin que Prado lograra el milagro, de modo que en
el verano del 96, testigos a pares, el eco de la llegada a Palma del
saudí reclamando el dinero se escuchaba hasta en las cocinas de
Marivent: “¡Que viene el 'moro cabreado' (sic) y quiere cobrar!”.
Parece
que al hoy rey emérito le han gustado siempre las cifras redondas. Los
100 millones de dólares, por ejemplo, le encantan. Cien millones fue lo
que recibió Prado y Colón de Carvajal del grupo KIO, reconocido por el afectado en sede judicial, con ocasión de la invasión de Kuwait por las tropas de Sadam Hussein.
Los pagos se justificaron en el emirato por la necesidad de que,
durante la llamada operación "Tormenta del Desierto" destinada a reponer
a la familia Al Sabah en el trono, la
aviación norteamericana pudiera utilizar sin cortapisas las bases aéreas
españolas de Rota y Torrejón. Testigo privilegiado, Sabino Fernández Campo,
entonces jefe de la Casa del Rey, a quien un día el propio Juan Carlos
encomendó la tarea de acercarse a la lujosa residencia en Madrid del
financiero Javier de la Rosa, el pagador de la coima, con un escueto mensaje:
-Vas
a ir a ver a De la Rosa al número 47 del Paseo de la Castellana y le
vas a decir que, de parte del Rey, todo está arreglado y que muchas
gracias.
Para Manolo Prado, the servant,
el valido por antonomasia, pedir dinero llegó a convertirse en algo
habitual durante los primeros años de la Transición. Pedía para “mon
patron”, “mon ami le patrón”, “sa majesté”, pero también para “salvar la
democracia”, para ayudar a financiar las campañas de la UCD (nominado por Adolfo Suárez,
puesto que el abulense no hablaba inglés), para usar las bases aéreas… Y
lo hacía siempre con el Gobierno de España por ariete, y naturalmente
con la propia institución monárquica, sin reparar en eventuales daños
para el prestigio de ambas instituciones.
En el imaginario colectivo
late la idea de que Juan Carlos, que de niño vivió las estrecheces con
las que su padre, Don Juan de Borbón, mantuvo en el exilio de Estoril su
pequeña corte no afecta al franquismo, a menudo necesitado del socorro
de una serie de familias de la antigua nobleza, se juramentó para no
volver a pasar penuria alguna en reedición del “¡a Dios pongo por
testigo que jamás volveré a pasar hambre!” pronunciado por la heroína de
Lo que el viento se llevó, hasta el punto de
convertir la acumulación de dinero en una enfermedad, una obsesión
rozando lo enfermizo, una patología absurda puesto que el monarca
constitucional de un país desarrollado como España tenía mil formas, al
margen de la confortable asignación que le otorgan los PGE,
de labrarse un “buen pasar” sin necesidad de corromperse, sin necesidad
arrastrar por el barro el buen nombre de la Monarquía y el de España, a
la que como jefe del Estado representa. Sin necesidad de ofender al
noble pueblo español que siempre confió en él.
Aquel monarca “pobre” que en 1975 se hizo cargo de la
Corona de España y tres años después juró la Constitución es hoy un
hombre muy rico, con una fortuna que el norteamericano NYT
estimó en su día en más de 2.000 millones de dólares. Naturalmente que
en esa tarea no ha estado solo. Echar las culpas de lo ocurrido al
emérito en exclusiva es caer en el cinismo de la equidistancia y faltar a
la verdad. Aquí ha habido muchos culpables.
Para hacerse millonario, el
monarca ha contado con la colaboración activa de todo un país, o por lo
menos de sus elites políticas y económicas, y naturalmente también de
unos medios que han participado activamente en la ocultación de lo que
estaba ocurriendo. No se trata sólo de Prado, de Ruiz Mateos, de Mario Conde, de Javier de la Rosa, de Josep Cusí y de tantos otros. Se trata de los banqueros, de Alfonso Escámez a Emilio Ybarra,
que una mañana sí y otra también descolgaban el teléfono para atender
el correspondiente pedido que él personalmente, o su valido, se
encargaban de transmitir.
Multitud
de negocios oscuros que han pasado desapercibidos para la opinión
pública y en los que se hizo presente la larga mano de Juan Carlos I. La
compra en 2003 del Banco Zaragozano, mayoritariamente controlado (40%)
por Alberto Cortina y Alberto Alcocer,
por parte de Barclays Bank, filial española del grupo británico
Barclays, en una operación de 1.400 millones. Ocurrió que una vez
alcanzado el acuerdo y tras el correspondiente due diligence,
los británicos descubrieron todo tipo de gatuperios en las tripas de la
entidad, motivo por el cual decidieron romper el trato.
De hacerles
volver al redil se encargó el propio rey de España, que a cambio de su
mediación recibió una comisión de 50 millones ingresada en la cuenta
suiza de su primo
Álvaro de Orleans-Borbón. Cinco años después, febrero de 2008, el
Tribunal Constitucional falló a favor de susodichos
Albertos
en el “caso Urbanor”, al anular, por supuesta prescripción de los
delitos, la condena que les había impuesto el Tribunal Supremo, evitando
de esta manera su ingreso en prisión.
Un secreto a voces
La larga mano del monarca había penetrado en la sala de togas del TC. Como ocurriera con Isabel II y con el propio Alfonso XIII, la corrupción real ha llegado a interferir en el normal funcionamiento de las instituciones del Estado. Para entonces, Alcocer
se había convertido en el mejor amigo del monarca, al punto de haber
pasado a ocupar como intendente real el espacio vacío dejado en la
agenda del monarca por la retirada de Prado. Todo esto, y mucho más, se
sabía. Las “fazañas” perpetradas durante 40 años de Juan Carlos de
Borbón las sabía todo el que debía saberlas. Eran un secreto a voces en
el “establishment” patrio.
Es el caso de los sucesivos presidentes del
Gobierno, que consintieron, y sus equipos, todos perfectamente al
corriente de los esfuerzos, y el dinero, empleado por el
CESID, ahora
CNI, en ocultar los negocios del monarca y proteger con un manto de silencio –el general
Sanz Roldán, jefe de los servicios de inteligencia, y su cobarde silencio, juicio extensible a los
Manglano que le precedieron-, su escandalosa vida privada, la incontinencia sexual de un hombre convertido en perfecto epígono de
Isabel II, aquella mujer toda lascivia que se pasó por la piedra a la mitad del cuerpo de guardia de palacio.
El rey se ha movido en un entorno insano, rodeado de
aduladores cortesanos, de millonarios arquetipos del “capitalismo de
amiguetes” madrileño dispuestos a rifárselo en las monterías que
organizaban en sus lujosas fincas de los Montes de Toledo, escenario del
que cabe salvar a un hombre de honor como José Joaquín Puig de la Bellacasa,
ex secretario general de la Casa, quien decidió poner pies en polvorosa
tras comprobar, verano del 91, los horrores de la corte palmesana
entonces dominada por Marta Gayá, la primera de las famosas “novias” del monarca.
Tras la retirada de Sabino, Azas, Almansas y Spottornos fueron incapaces de poner orden en Zarzuela. En el Guinness de la impudicia figurará para siempre el hecho de haber mantenido durante años a la última de sus queridas, Corinna Larsen, instalada en un lujoso chalé situado dentro del recinto palaciego, a escasos metros de donde la legítima, Sofía de Grecia, entretenía su soledad ojeando la revista ¡Hola! en torno a una mesa camilla junto a su hermana Irene.
Produce
sonrojo, por eso, el asombro impostado exhibido por algún cretino
cuando asegura que lo publicado estos días “cambiará para siempre la
percepción que los españoles tienen de quien ha sido Jefe del Estado
durante cuatro décadas”. Lo sabía la elite financiara, colaboradora
necesaria, y lo sabía también la política, sin cuya connivencia no
hubiera sido posible el saqueo. Lo sabían los dueños de los grupos de
comunicación, con Jesús Polanco y el entorno de PRISA a la cabeza, naturalmente Juan Luis Cebrián,
un grupo sin el cual no sería posible entender la Transición. Lo
sabían, en suma, todos los que hicieron de la libertad un negocio,
responsables de haber frustrado, maldito parné, las
ansias de libertad y democracia de los españoles tras 40 años de
dictadura.
Asediado por la recalada del asunto de los GAL en los
tribunales, Felipe González amagó con
destapar los escándalos reales ante el riesgo de ir a dar con sus huesos
en la cárcel. Los mensajes de un Felipe acorralado causaron gran
conmoción en Zarzuela, dónde en algún momento se temió que llegara a
tirar de la manta -¿estaba el rey al tanto del montaje de los GAL?-
poniendo en peligro todo el edificio constitucional. Al final, Felipe se
limitó a acompañar a Barrionuevo y Vera a
las puertas de la cárcel y a fumarse un puro. Sus críticas a Juan
Carlos (“es que está cometiendo errores garrafales”; “es que Aznar le tiene muy suelto” –a partir de 1996-) se tornaron en un cínico mirar hacia otro lado:
-que
haga lo que quiera, a mí qué me importa. ¡A ver si voy a hacer yo ahora
de niñera! –frase dicha a cuenta de la iniciativa de un grupo de
empresarios mallorquines de regalar al monarca un nuevo Fortuna.
La
maldición de la Transición. El mal fario de un sistema montado en torno
a una derecha moderada y un socialismo de corte socialdemócrata, más la
inevitable inserción de los nacionalismos catalán y vasco, herederos
todos de las nueces del franquismo. Y un legalizado PCE, pieza imprescindible para lograr el nihil obstat
democrático. Con el Rey en la cúspide, cual guinda coronando el pastel.
El PSOE se reconfiguró en torno a la figura de Felipe, con la ayuda de
la socialdemocracia alemana y el Departamento de Estado yanqui. Felipe
hizo el PSOE y Felipe lo deshizo, dejándolo en los huesos a su retirada,
al punto de que el PSOE de Sánchez no tiene nada que ver con el que conocimos.
José María Aznar
fue capaz de agrupar bajo una misma bandera a las tribus dispersas de
la derecha para llevarlas a gobernar por mayoría absoluta, pero dejó el
PP en manos de un incompetente que arruinó el partido y sirvió el poder
en bandeja a su mayor enemigo. Aznar hizo el PP y Aznar lo deshizo.
De
la Convergencia de Jordi Pujol no quedan ni
las raspas, consumida en la hoguera de las vanidades del dinero, con el
propio patriarca salvado por la campana de los secretos que guarda con
celo exquisito.
Y el PCE ha desaparecido del mapa. Solo resiste el
PNV, siempre las siglas por delante de las personas, convertido en un régimen de partido único en el País Vasco.
Orgía de sexo y dinero
El
rey emérito se ha puesto a la cabeza del cortejo fúnebre, tras quebrar
el brillante inicio de su reinado. Su voluntad, en efecto, resultó
determinante para impulsar la restauración de una monarquía
parlamentaria capaz de reinar sin gobernar, olvidando las pulsiones
absolutistas tan queridas por la dinastía a lo largo de siglos. Por
primera vez en la historia de España, un Borbón no solo no había sido un
“obstáculo tradicional” para la liberalización y democratización del
país, sino su primer acicate.
Por desgracia, esa hoja de servicios
iniciática se perdió pronto en la orgía de sexo y dinero que ha
presidido la mayor parte de su reinado. Él devolvió la vida a una
dinastía agostada, y él la deja malherida, casi muerta. Él la hizo y él
la deshizo, al punto de que, a pesar de la ausencia hoy en España de
cualquier tipo de republicanismo liberal y democrático, será muy difícil
que Felipe VI consiga sortear los bajíos de esta crisis y conducir la
nave de nuevo a mar abierto.
Los escándalos del juancarlismo son, en
realidad, el mascarón de proa del fracaso de todo un régimen, la
evidencia de una clase política que ha puesto en almoneda la democracia
parlamentaria, y la irresponsabilidad de unos partidos incapaces de
haber abordado la regeneración del sistema desde dentro. Juan Carlos y
los frutos del árbol podrido.
Desde que a finales de
los ochenta empecé a conocer lo que ocurría en la Zarzuela y su entorno,
siempre temí el día en que las andanzas del monarca llegaran al dominio
público. Ese día ha llegado, y en el peor momento posible. En el punto
más bajo de una España sin rumbo. Con un Gobierno poco amigo de la
Constitución del 78, cuya clave del arco descansa precisamente sobre la
institución monárquica, razón que explica los ataques que sufre por
parte de
Podemos, tolerados, si no compartidos, por un presidente del Gobierno cuyos perfiles ideológicos se confunden hoy con los de
Pablo Iglesias.
La filtración desde el ministerio de Justicia de las declaraciones suizas de Larsen y
Dante Canonica apuntan a una nueva maniobra del Gobierno de Pedro & Pablo para ocultar el “caso
Dina Bousselham”, tan
desestabilizador tanto para Pablo como para Pedro.
Todo a costa de socavar los cimientos de la institución monárquica. Las
presiones del Ejecutivo sobre Felipe VI y su entorno son notables estos
días, al punto de que el heredero tendrá que optar por separarse
definitivamente de su padre, un hombre que después de haber tenido todo
un país a sus pies, de haber robado mucho y haber fornicado más, parece
condenado a terminar sus días en el exilio, como su abuelo Alfonso XIII y como su tatarabuela Isabel II. Los ecos del pasado iluminando el presente.
Si esta monarquía sobrevive será cosa de milagro. Pero Felipe VI es hoy
bastante más que un rey constitucional: es el rompeolas que protege la
libertad y la convivencia entre españoles, y también la garantía de su
prosperidad, condición unida a la unidad de la nación. Más allá de
discusiones doctrinales y del natural rechazo que pueda provocar una
institución que tiene en la herencia su pilar fundacional, los españoles
se enfrentan a la disyuntiva de optar entre una presidencia de la III
República ocupada por un González o un Aznar (otras opciones a mano son
inimaginables) y una monarquía representada por Felipe VI, el mejor de
los Borbones conocidos.
A pesar de las deficiencias de esta democracia
por regenerar, los españoles han vivido los mejores 50 años de su larga
historia. España no se parece en nada al país de analfabetismo y miseria
que era en 1936 e incluso en 1975. Porque las sociedades libres son
capaces de progresar imparables por encima de los errores de sus clases
dirigentes. Eso es lo que está en juego.
Con toda humildad, siempre he
pensado que la obligación moral de los españoles de buena voluntad
consiste hoy más que nunca en preservar lo conseguido y continuar en la
tarea de crear nuevos espacios de libertad y progreso, para transmitir a
las generaciones futuras el mejor país posible. Y que sean ellas
quienes se encarguen de dilucidar el viejo dilema entre monarquía y
república.
(*) Columnista