Lo que no se tiene en cuenta, según el filósofo Marco d’Eramo, autor de El Selfie del mundo: una investigación sobre la era del turismo (Anagrama), es que “aunque el fin del turismo sea tan inmaterial como un atardecer en la Acrópolis, posibilitar este servicio inmaterial requiere una infraestructura tan pesada y contaminante como la industria química: construcción de aviones, astilleros para cruceros, cementeras, carreteras, estaciones de esquí… el turismo es la industria que mueve decenas de otras industrias”.
Superar cada año las cifras de visitantes implica decisiones como la destrucción del Puertito de Adeje, uno de los últimos espacios del sur de Tenerife libres de cemento. Y es que el archipiélago es finito: su extensión es solo cuatro veces superior a la del municipio de Cáceres, pero alberga 24 veces su población: más de dos millones de ciudadanos.
En junio pasado, cientos de personas convocadas por una decena de colectivos sociales y ecologistas se manifestaron en Arona (al sur de Tenerife) para pedir una moratoria turística, una ecotasa y una ley de residencia. Es hora de decir basta, repetían.
A 2.000 kilómetros, en la otra punta del país, la consigna que portan algunos colectivos es la misma: decrecimiento. Asier Basurto, miembro de la plataforma ciudadana BiziLagunEkin de San Sebastián, quiere que cada mes deje de celebrarse el aumento en la afluencia de turistas a la ciudad.
“Este dogma era incuestionable desde hace 6 o 7 años pero, con lo que está pasando [desde la capitalidad cultural de 2016], gente de todo tipo de color político ha llegado a entender que crecer más no es buena noticia”. Se refiere a datos que describen cómo la vivienda se convierte en más inaccesible y se termina por expulsar a la vecindad.
Que una plataforma para el decrecimiento como BiziLagunEkin surja en una ciudad cuyo consistorio abandera el llamado turismo de calidad no es casualidad. Pese a que el modelo San Sebastián quede muy lejos del turismo de borrachera, los vecinos también se enfrentan a la ocupación masiva de las calles, el ruido, las basuras, el tráfico o la convivencia con los pisos turísticos.
Asier Basurto sostiene que la denominación “turismo de calidad” no es más que un eufemismo para hablar de un turismo de rentas altas. El aeropuerto de Hondarribia tiene sobre todo “entrada constante de jets privados de ricos que vienen a comer a los restaurantes [de alto standing] de Donostia y la provincia”. Desde luego, el aeródromo ha batido sus récords de vuelos particulares este 2023.
En la Costa del Sol, el Ayuntamiento de Málaga ha apostado desde los años 90 del siglo XX por el llamado turismo de museos. Allí se ubican, entre otros, el Thyssen, el Museo Ruso, el Picasso, el Centro de Arte Contemporáneo o el Pompidou. En ese contexto, la plataforma de alquiler Airbnb cuenta en el distrito Centro malagueño con 4.778 pisos para alquiler vacacional, frente a tan solo 1.700 viviendas. Hay diez pisos en Airbnb en el distrito por cada niño censado en el barrio.
También en esa web de alojamientos turísticos Málaga resulta ser la ciudad más buscada del mundo para 2023. Y la vivienda de alquiler está por las nubes. Según el portal inmobiliario Pisos.com, la subida del alquiler en la provincia en el primer trimestre fue la segunda mayor de España, quintuplicando la media nacional.
Es, en palabras de Kike España, “una oportunidad especulativa enorme”. Este malagueño cofundó en 2021 la librería asociativa Suburbia desde el convencimiento de que “las lecturas y la producción de conocimientos son fundamentales para intervenir y para entender el entorno en el que estamos”.
Para España, la operación 'Málaga ciudad de museos' –el lema turístico hasta el año pasado– “ha sido un fraude y un engaño a la ciudadanía”. Pone como ejemplo los proyectos Urban del Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), destinados a promover el desarrollo sostenible de barrios en crisis y cuyos fondos, opina, han servido para allanar el camino de la turistificación del Centro en lugar de destinarse a barriadas periféricas.
Kike España tiene claro que la culpa no es del turista: “Más allá de que la persona sea más o menos respetuosa, estar solamente un día en un sitio, no tener una densidad de relaciones con los vecinos y no conocerlos de nada te hace más despreocupado (...) Lo que para una persona que está un día no es muy grave –poner un poquito más alta la música, hacer un poco más de ruido…– hace que se deteriore un barrio”.
A quien sí reprocha es al Ayuntamiento por haber destruido el corazón de su ciudad con la mcdonalización de espacios como la calle Larios: “Ahora mismo el centro histórico de Málaga es un parque de atracciones, un decorado de cartón-piedra donde la vida es insustancial, un lugar solamente para el espectáculo”.
Frente a administraciones netamente turistófilas, el Ayuntamiento de Barcelona ha estado los últimos ocho años con Ada Colau al frente haciendo bandera de la regulación (no así del decrecimiento). Ya en julio de 2015 se congelaron las licencias de alojamientos turísticos en una ciudad, Barcelona, en la que hasta los turistas consideran que hay demasiados turistas, según un informe de la UOC.
Aun así, el antropólogo especializado en conflicto urbano José Mansilla reconoce la dificultad de la gobernanza turística en tiempos de redes sociales. “Antiguamente todo estaba basado en campañas de promoción a través de ferias de turismo o de inserción de publicidad en faldones en la prensa escrita o cuñas en la radio. Cuando cada uno de nosotros es un potencial emisor, eso es imposible”.
El vecino Martí Cusó denuncia que en los últimos años se ha virado hacia un discurso de repartir el turismo en los barrios, que “al fin y al cabo es crecimiento”. Es un problema de ciudad, no un asunto del Gòtic, la Barceloneta o Gràcia.
“El turismo es el rostro del capitalismo”, señala antes de reivindicar iniciativas como la articulación de la Asamblea de barrios por el decrecimiento turístico, que logró que en el barómetro municipal el turismo fuera el principal problema de la ciudad en 2017. Aboga, como el donostiarra Basurto, por un decrecimiento no traumático para la población pero, en todo caso, recuerda que si no ocurre por las buenas, la crisis climática nos estallará en la cara y nos obligará a decrecer igualmente.
¿Es posible que las administraciones contemplen el decrecimiento turístico con menos miedo? Además de las demandas de la sociedad, la información y la transparencia aportan claridad. El consenso académico va desplazando el concepto de la “capacidad de carga” (los turistas que supuestamente caben en una ciudad; 28 millones en Barcelona en 2019) por el de “límite de cambio aceptable” (el umbral hasta el cual aceptamos que un destino turístico experimente cambios sin comprometer su integridad cultural, ambiental y socioeconómica).
Estos conceptos son políticos, no técnicos. Por lo tanto, fijar cuántos visitantes queremos debería ser fruto de un debate y una toma de decisiones democráticas entre los actores implicados que están en las antípodas del dogma de maximización de visitas actual.